Las jícamas
Esta mañana, cuando fuimos a llevar a mi hermana al aeropuerto, obtuve cuatro jícamas.
Cuatro: limpias, blanquitas y grandes, frescas, mexicanas.
Las sostuve por media hora. Dos en cada mano. Su delgado, pero resistente tallo, me calaba en las palmas; por un momento las abracé, pero sentía más orgullo tenerlas a un costado, y las volví a colgar.
En mi mente veía la imágen: yo, sin pintar, con el cabello agarrado en un chongo, con falda y tenis; cargando cuatro jícamas blancas. Visibles y jugosas.
Las tuve en la fila de la aerolínea, al cruzar la calle, en el estacionamiento y en el carro. Pasaron frente al personal de aduanas, de los vendedores; frente a la señora que lloraba al abrazar a su hija, y cerca de la hija que se iba.
Las tuve al llegar a casa y desfilaron frente a los albañiles que construyen el segundo piso.
Cerca de las 4 de la tarde, tomé dos de ellas y las puse sobre la tabla de madera. Las otras dos miraban impasibles, y se mantuvieron firmes cuando agarré el cuchillo. Al adentrar su filo en la primer jícama, se escuchó "sigh", "ashig", "track", no pude distinguir si éste último sonido provenía del tubérculo en mis manos o del que me miraba desde el otro extremo de la mesa.
El jugo comenzó a escurrir. Los pedazos blancos se reproducían: "track", "¡track"", "¡TRACK!", se escuchaba el cuchillo; "ploc", "ploc", "ploc", caían al plato. "shig", "shigh", los inundaba la sal y el chile.
Un plato para los albañiles que las vieron llegar, y otro más para mí.
¡Qué gran experiencia!
Por eso cuando el cubano se acercó a mí en el aeropuerto dije que sí.
- "Señora, ¿Usted vive aquí?", dijo apresurado.
(¿Señora? ¿Qué no ve que parezco de 16?) -"Ajhá"- le contesté.
- "¿Se las regalo?, no las quiero tirar", me preguntó, mirando sus maletas.
Cuando mi hermana volteó, después de recoger su pase de abordaje, levanté las manos con dos nuevos huéspedes en ellas.
- "Jajaja, ¿y eso?"
Sonreí y levanté los hombros.
Cuando mi mamá volteó desde donde estaba mi hermana. Aún tenía las jícamas a la altura de mi cabeza.
- "¡ha!, tu fuiste la ganona".
Mis cachetes se pusieron rojos.
Y cuando la mujer que revisa las maletas volteó a ver la escena, no pude contenerme más.
La risa salía desde mi estómago, atravesando mi pecho y haciendo un tremendo sonido al pasar por mi garganta. Me reí incluso cuando ya nadie me hacía caso. Me reí para mis adentros. Me reí muy conciente de la situación.
Extraño, porque, minutos antes, no me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor: el hombre subió su maleta negra a la mesa, la mujer que revisa las maletas, la abrió, observó la ropa y metió su mano en ella. Escudriñó un poco y sacó la mano: una jícama había sido descubierta. La puso sobre la mesa, y su mano volvió a entrar a la maleta: dos jícamas más salieron. La cuarta jícama, la que me había mirado cuando partía a sus hermanas, se tardó en aparecer. Tanto, que su antiguo dueño la creyó una vencedora. Aguantó lo más que pudo, escondiéndose entre los calzones y la pasta de dientes, pero finalmente los dedos de aquella mujer la encontraron y salió a la luz.
Las cuatro raíces estaban a punto de ir a la basura. El hombre me vió: adormilada, ida, con las manos en las bolsas. Llegó corriendo hacía mí.
Dos de los cuatro huéspedes descanzan en mi panza. Las otras dos jícamas esperan pacientes su final.
Cuatro: limpias, blanquitas y grandes, frescas, mexicanas.
Las sostuve por media hora. Dos en cada mano. Su delgado, pero resistente tallo, me calaba en las palmas; por un momento las abracé, pero sentía más orgullo tenerlas a un costado, y las volví a colgar.
En mi mente veía la imágen: yo, sin pintar, con el cabello agarrado en un chongo, con falda y tenis; cargando cuatro jícamas blancas. Visibles y jugosas.
Las tuve en la fila de la aerolínea, al cruzar la calle, en el estacionamiento y en el carro. Pasaron frente al personal de aduanas, de los vendedores; frente a la señora que lloraba al abrazar a su hija, y cerca de la hija que se iba.
Las tuve al llegar a casa y desfilaron frente a los albañiles que construyen el segundo piso.
Cerca de las 4 de la tarde, tomé dos de ellas y las puse sobre la tabla de madera. Las otras dos miraban impasibles, y se mantuvieron firmes cuando agarré el cuchillo. Al adentrar su filo en la primer jícama, se escuchó "sigh", "ashig", "track", no pude distinguir si éste último sonido provenía del tubérculo en mis manos o del que me miraba desde el otro extremo de la mesa.
El jugo comenzó a escurrir. Los pedazos blancos se reproducían: "track", "¡track"", "¡TRACK!", se escuchaba el cuchillo; "ploc", "ploc", "ploc", caían al plato. "shig", "shigh", los inundaba la sal y el chile.
Un plato para los albañiles que las vieron llegar, y otro más para mí.
¡Qué gran experiencia!
Por eso cuando el cubano se acercó a mí en el aeropuerto dije que sí.
- "Señora, ¿Usted vive aquí?", dijo apresurado.
(¿Señora? ¿Qué no ve que parezco de 16?) -"Ajhá"- le contesté.
- "¿Se las regalo?, no las quiero tirar", me preguntó, mirando sus maletas.
Cuando mi hermana volteó, después de recoger su pase de abordaje, levanté las manos con dos nuevos huéspedes en ellas.
- "Jajaja, ¿y eso?"
Sonreí y levanté los hombros.
Cuando mi mamá volteó desde donde estaba mi hermana. Aún tenía las jícamas a la altura de mi cabeza.
- "¡ha!, tu fuiste la ganona".
Mis cachetes se pusieron rojos.
Y cuando la mujer que revisa las maletas volteó a ver la escena, no pude contenerme más.
La risa salía desde mi estómago, atravesando mi pecho y haciendo un tremendo sonido al pasar por mi garganta. Me reí incluso cuando ya nadie me hacía caso. Me reí para mis adentros. Me reí muy conciente de la situación.
Extraño, porque, minutos antes, no me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor: el hombre subió su maleta negra a la mesa, la mujer que revisa las maletas, la abrió, observó la ropa y metió su mano en ella. Escudriñó un poco y sacó la mano: una jícama había sido descubierta. La puso sobre la mesa, y su mano volvió a entrar a la maleta: dos jícamas más salieron. La cuarta jícama, la que me había mirado cuando partía a sus hermanas, se tardó en aparecer. Tanto, que su antiguo dueño la creyó una vencedora. Aguantó lo más que pudo, escondiéndose entre los calzones y la pasta de dientes, pero finalmente los dedos de aquella mujer la encontraron y salió a la luz.
Las cuatro raíces estaban a punto de ir a la basura. El hombre me vió: adormilada, ida, con las manos en las bolsas. Llegó corriendo hacía mí.
Dos de los cuatro huéspedes descanzan en mi panza. Las otras dos jícamas esperan pacientes su final.
Tanya
--
Publicado por Tanya para Algunas letrillas el 12/07/2009 05:36:00 PM
Comentarios
Publicar un comentario
¡Por favor y gracias!