La Soledad y El Santiago
Caminé sobre el agua. Bajé al Río Santiago y le pasé encima.
En
el punto donde se juntan el Santiago y el Río de la Soledad hay miles de
piedras que hacen un camino firme. En tiempos de aguas están cubiertas, pero, durante la sequedad de abril, las piedritas están por encima de las gotas que
no tienen fuerza para sobrepasarlas.
Me
paré frente al Río de la Soledad y lo vi sumarse, de manera inocente, al Río
Santiago.
Influenciado
por el agua que viene de lejos, que recorre la zona metropolitana y que huele mal,
el de la Soledad se vuelve adulto, más pesado y sobrio. Y se va junto el
Santiago ya sin tanta prisa ni frescura.
También
estuve frente al Santiago. Lo vi pasar herido, aletargado y resignado por entre
las montañas que le abren espacio.
Las
altas le hacen reverencia con árboles y piedras mientras marcan una valla y
delimitan el espacio por donde va el agua: “A un lado, el río va a pasar”,
dicen entre el viento, y se mantienen ahí, erguidas, altas, observando el
camino líquido que aísla los pensamientos con el choque de sus gotas.
Las
palabras me fallan cuando tienen que ser al instante.
“Ah
qué bonito lugar”, “Ah qué bonito lugar”, atiné a decir tres o cinco veces
durante nuestro recorrido.
Mi
respiración fue más acertada para explicar lo admirada que estaba. La impresión
hacía vida en mis pulmones.
Aún
sueño con ese espacio de piedras. Fue tan generoso en dejarme sentir cómo es
estar entre ríos. De un lado el de la Soledad, de frente el Santiago y yo en
medio, como si no fuera una humana que se la pasa entre el tráfico, las prisas banales
del trabajo y el pavimento que nunca termina.
A
un costado, el de la Soledad, de frente el Santiago y yo en medio. Como si
fuera alguien en la naturaleza, como si tuviera un espacio en el mundo.
Al
Santiago no lo toqué. Es un animal prehistórico al que se le observa de lejos,
un fósil del que se admira una y se hace historias. Le mostré mis respetos: dos
o tres reverencias mientras los otros no miraban y también mis condolencias en
silencio.
Al
de la Soledad sí entré, mojé mis pies en él y sentí el masaje de las piedritas,
la amabilidad del agua y la frescura del ambiente.
Antes
me había sentado a sus orillas y le vi juguetear con piedras, brincotear entre
ellas y convivir con el líquido caliente de los géiseres.
Más
arriba está el agua y el vapor que sale de la tierra.
Estuvimos
atrapados ahí.
No
sabíamos dónde pisar sin quemarnos. El suelo era engañoso porque parecía duro, pero
se hundía, era lodo de minerales verde y amarillo.
Hasta
los perros fueron engañados. Un animal citadino de los que iba con nosotros se
metió al agua sin medir que estaba hirviendo. Luego se oyó el chillido de otro
perro y de otro, y del otro, y de la otra.
Estuvimos
atrapados por un momento entre el agua hirviendo, las calderas pequeñas y el
suelo engañoso.
Habíamos
bajado ahí sin la oportunidad de pensar.
En
el camino hacia abajo cayó una caminante, luego otra, uno más, dos, la otra y
todas tuvimos raspones.
Pero,
por primera vez en cuatro, cinco, siete años, los pensamientos obsesivos no
tuvieron espacio, la mente estaba por fin ocupada en algo importante: en los
pies.
“Hay que pisar aquí, fuerza en la rodilla, disculpas
al dedo gordo”.
Al
empezar el recorrido guiado, a las 8:20 porque llegué tarde, mi tío quiso que
pasáramos primero por la casa del hombre que vive solo y que estaba limpiando
sus frijoles para comer.
El
que hizo un castillo con pitayos organizados por toda su parcela.
Saludó
como si estuviera acostumbrado a que entraran a su casa sin preguntar.
“¿De
dónde vienen a ver cómo vivo?”, parece que dijo, aunque de su boca solo salió
la primera frase.
Este
fue el itinerario de la caminata: el hombre con los pitayos, la ex hacienda
saqueada por buscadores de tesoros, varias parcelas, ramas, árboles, piedras,
bajada, ouch el dedo gordo, los géiseres que ya vivían en mi memoria desde hace
30 años, el río la Soledad.
Y
luego donde se abrió la tierra: la unión
entre el Río Santiago y el río de la Soledad.
Desde
ahí fue caminar a orillas del Santiago. Verlo de lejos con temor, olerlo con
tristeza.
De
haber sabido que no íbamos ni a la mitad del camino, hubiera pedido que nos
quedáramos más, hasta empacharme con la vista y sentirme aún más importante en
el mundo.
Estábamos
abajo, en la barranca.
Pero
les tengo que contar el regreso.
Estaba
desvelada, tomé agua muy rápido, era la única que no llevaba blusa de manga
larga ni sombrero adecuado.
No
pude respirar en la subida, se hinchó mi mano y, mi corazón, no era suficiente
para llenar de sangre mi cuerpo.
Paramos
dos kilómetros antes de lo planeado, aunque habíamos caminado 10 durante 6
horas.
Luego
llegó Joel con su calma que contagia, su sonrisa tranquila y su camioneta con
aire acondicionado.
Todavía
sueño con ese recorrido.
Estuve
abajo en la barranca. La señora barranca me dejó estar ahí parada sin expulsarme,
me aceptó como si fuera suya.
Caminé
sobre dos ríos.
"Al Santiago no lo toqué. Es un animal prehistórico al que se le observa de lejos, un fósil del que se admira una y se hace historias. Le mostré mis respetos: dos o tres reverencias mientras los otros no miraban y también mis condolencias en silencio"...Qué bello texto. Luego invita a la siguiente caminata.
ResponderBorrarSí, Paloma. Te aviso. y Gracias por leer
BorrarVa directo al futuro libro de crónicas de la Tania. Un gusto compartir la caminata y ahora leer y entender más cómo fue para ti más allá de la mano hinchada.
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